viernes, 12 de octubre de 2012

Reflexiones mientras una historia de amor gatuna retumba en mis oídos

Septiembre, 3 de la mañana. Las calles están vacías, frías. Sobre el asfalto se provocan las sombras deformadas de los edificios. Silencio. Un lejano televisor se oye, proveniente quizás de algún ser que se habrá sumido en los brazos de Morfeo con su suave susurro. Calma. Y en medio de esa calma, yo, caminando por la calle. Se oyen mis pisadas. Evito coger las calles más iluminadas, prefiero que las sombras me engullan, como engullen mi espíritu en ese momento. Mejillas mojadas, labios temblorosos. Maldigo todo lo maldecible mientras considero seriamente el gusto por el masoquismo que he cogido meses atrás y que esta situación me la busco yo sola. Hubiera sido fácil alejarme, quizás la mejor opción... y desde luego, la más sana. Pero había algo que me lo impedía. No me preguntes qué, si lo supiera no estaría aquí esta noche. Te odié y me odié. Te maldije y me maldije: a ti por tu aparente indiferencia, a mí por mi relativa estupidez.
¿Por qué escribo esto ahora? Porque quiero que veas la relatividad del tiempo. De esto hace poco más de un mes. La situación era muy diferente a la de ahora. Y la situación de ahora será (posiblemente) muy diferente a la de dentro de unos meses. Lo que intento explicar es la variabilidad del tiempo... o quizás de las personas. Hechos, palabras, miradas que hacen que en cuestión de segundos afloren sensaciones que creíamos olvidadas, o al menos, enterradas. Nunca he sido una necia, pero quizás lo que me pasa es que me dejo llevar demasiado. Sí, eso es. Pero como te decía, no soy una necia y soy tan consciente de la volubilidad del tiempo como del teclado que tengo ahora bajo mis dedos. Así que esta vez pienso aprovechar hasta la más mínima mirada y fotografiarla para que, cuando el caprichoso tiempo decida volver a cambiar, poder demostrarle que el presente no es nada sin el pasado.




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